Una casita chiquitita así… (para el miedo)

Así cantaba un italiano bastante excéntrico de quien no recuerdo el nombre, aunque sí su contagiosa canción. Como él, yo también tengo una “casita chiquitita así”. Más bien una suerte de loft interior, confortable y cálido, aunque pequeño, donde habita un compañero de camino con quien me cuesta mucho la relación. Hablo del miedo.

Me cuesta el miedo, como a todos, pero me consuelo pensando que si éste fuera del todo inútil o únicamente aflictivo, no habría sido parte del repertorio humano. Y dado que existe, es más saludable aceptar su presencia, tratando de ver lo positivo que pueda haber en ella.

En primer lugar, como la mamífera que soy, puedo agradecer aquellas conductas que, vinculadas al miedo, contribuyen a salvarme la vida en situaciones de mucho peligro. En segundo lugar, valoro que este compañero se manifieste, ya no a nivel de mi biología, sino de mi mundo emocional, donde replica su función protectora: previniéndome de iniciar o sostener relaciones lesivas, o colaborando como un regulador de conductas de riesgo o simplemente impulsivas, que pudieran en su precipitación, herir a quienes quiero, o a mí misma.

Con mis cuarenta años, puedo al fin declarar que no es insano el miedo, no per se. Tampoco es el paria que a veces nos dibujan y del cual nos previenen como si fuera peor que la peste negra o que el mismísimo demonio. Yo que he vivido muchas de sus caras oscuras, puedo dar fe de que no son las únicas que él tiene, y tampoco son permanentes.

Como todo en la vida, el miedo evoluciona, y lo hace a la par de otras evoluciones que uno experimenta. Del miedo desbocado e insomne de la niñez, uno muy físico y concreto (así como uno es de niña), vino el miedo más profundo –y mucho menos materializable- de la juventud. Un miedo a enfrentar ciertas verdades o los sentimientos asociados a ciertos descubrimientos. De alguna forma, era un miedo mucho menos vinculado a la supervivencia y algo más existencial: hijo de tantas reflexiones que nos suelen acompañar en años decisivos para la construcción de identidad.

Más adelante en la vida se sumaron otros miedos: al fracaso, a la carencia, a las pérdidas de seres queridos, a cargar de por vida con las herencias de la infancia, y una de ellas, justamente, el miedo. Masivo, omnipresente, a casi todo: a comer, a ser demasiado visible, a ser tocada o a tocar, a no ser capaz de dar o recibir amor, a casi no querer vivir con tal de no sentir el peso pulverizante de tanto temor. Podría haber recurrido a containers de tranquilizantes que imagino como pequeños mazos cavernícolas con los que haber enterrado al miedo como estaca en el suelo, por sólo asomar su cabeza. O containers de otras sustancias que simplemente no me hubiesen dejado oír su voz en medio de algún carnaval extático y delirante. En cambio, tuve que caminar con él, en silencio, rumiando mi resentimiento –confieso-, mi oposición, y aunque sea redundante, el miedo a mi propio miedo: ese nudo ciego y apretado que parecía no tener para cuándo soltar mi garganta –o muchas otras zonas de mi cuerpo donde fue instalándose desde siempre- y permitirme exhalar aliviada.

Luego de años de caminar sobre rocas, de muchos empeños casi fumigatorios, o de recreos más o menos largos donde casi podía olvidar que vivía con esta entidad al acecho permanente, comencé a simplemente aceptar que era parte de mí. Poco a poco fui contemplando mi miedo, aunque de lejos, tratando de distinguir sus rutinas y sus tics y de entender ciertas relaciones con eventos, caras, estímulos, y hasta con la bioquímica de mi organismo femenino. Lo escuché palpitar aceleradamente, como un ciervo acorralado, y sentí compasión, por él, por mí, por nuestro nudo indisoluble que, no obstante, algo menos parecía estrangular mi cuerpo y alma, conforme lograba establecer una relación de observación con él. Nada más. También lo oí llorar de noche; un alarido sobrecogedor que sólo yo escuchaba pero cuyo eco podía hacer temblar mis costillas y las de quienes durmieran bajo mi mismo techo. En años de observación logré comprender que mientras más lo negaba o agredía (con buena intención según yo, puro “esfuerzo terapéutico”) más impredecible se volvía, y más feroz.

Hubo una terapia alternativa a la que me sometí, y digo someter porque a la mitad sólo quería arrancarme, que era mezcla de varias técnicas y donde el nivel de presión física resultó ser casi intolerable. Me dijeron que tenía miedo acumulado en muchas áreas del cuerpo, y creo que lo sabía. Asimismo me dijeron que con esa sesión comenzaría a desaparecer, pero lejos de menguar o extinguirse, a los pocos días andaba, además de adolorida, a tropiezos con el pánico. Fue en ese momento en que caí en la cuenta de un par de cosas importantes. Uno, que estaba agotada de intentar “sanaciones”, cuando primero que nada, no estaba “enferma” . Dos, ya había invertido años de años en componerme y lo que había logrado quizás no daba para correr maratones, pero sí para buenas y alentadoras caminatas cerca de algún río. También me di cuenta de que, a veces, puede ser un gesto de amor y consideración para consigo misma, el no someterse a más rigores, por terapéuticos que estos sean o parezcan ser. Permitirse descanso, equivocarse, que sea difícil a veces o que no todo sea perfecto, puede estar bien; puede ser aceptable. Mi miedo, azuzado y malherido, es el que me dio la señal de que ya era suficiente: de sentirse cansado, arrancando como ratón asustado dentro de mí, apaleado, sin un lugar donde reposar. Presté atención.

Hay cosas con las que uno vive y simplemente eso, vive. Las personas que han recibido diagnósticos como diabetes, osteoporosis, astigmatismo, sólo por mencionar algunas condiciones que imponen cambios, dificultades y monitoreos periódicos, saben que la aceptación y una actitud positiva, o al menos no-agresiva y no-paranoica frente a su condición, contribuye a su bienestar. He creído lo mismo en relación a las herencias del abuso sexual infantil. Y quiero seguir creyendo. Me niego a asumirme una minusválida o una combatiente perpetua contra síntomas y sensaciones que, habiendo ya sido muy trabajados, de todos modos permanecen dispersos en mi corriente de sangre y de alma. No quiero implicar con esto que la terapia no valga la pena; menos siendo ése mi oficio. Pero también es importante saber que uno puede descansar a veces, poner límites compasivos y amables a su propio empeño auto-reparador y permitirse convivir con quien uno es, y aquello de lo que uno está hecha, con algo más de paciencia y aceptación.

Estoy lejos de declararme absuelta de temores; pero tengo la sensación de que mientras menos actúo como cazafantasmas, menos espectros se desatan. Asimismo he ido ganando una progresiva sensación de albedrío en cómo enfrento y en cómo puedo compartir mi espacio con mis miedos. Nos conocemos mejor, además, luego de tantos años, y puedo acudir oportunamente a prodigar contención, calma, y a veces también, lo admito, ayuda farmacológica, si es pánico lo que arrecia, y quienes lo han vivido, saben cuán invalidante puede ser, cuán horrífico, también. Compartiendo experiencias con otras personas, me maravilla darme cuenta de cómo cada quien utiliza su ingenio y corazón para adelantarse a las embestidas del espanto, o para superarlas, administrarlas bien o simplemente resistirlas como mejor sea posible y luego salir de ellas viendo cuán vivo o entero se está, tal cual Simba el león, cuando sobrevive la estampida de ñúes (creo) en el mismo acantilado donde pierde a su papá (los que hayan visto la película de Disney sabrán a qué me refiero). Más difícil que la estampida, y lo más doloroso de su pérdida, es la sensación de soledad e intemperie en que queda el cachorro de león. Quienes sobrevivimos el abuso, conocemos de cerca esta sensación. Misma sensación que nuestro miedo, por simple asociación con nosotros, también puede experimentar. Por eso quise imaginar que tal cual yo he encontrado mi hogar a salvo y cálido, él podía encontrarlo en mí. No tiene que ser un hogar muy grande ni con mucho espacio, porque no quiero que sea tan presente ni gravitante en mi vida, pero sí un espacio suficiente, propio, donde encontrar algo de solaz y reposo. “Una casita chiquitita así”, donde a su ritmo pueda templarse de tal forma que, algún día, sólo sea el miedo sano que me cuida y previene cuando puedo correr peligro o hacerme daño. Un miedo del cual poder sentirme agradecida, finalmente.


Fotografía del título: Woodland cottage sewing pattern