Los regalos del cuerpo, la vida: “mi cuerpo es un regalo”

Hace más de veinte años, durante mi primera maternidad y sin mayor información, al menos tenía claridad sobre la decisión de escribir una historia muy distinta de la mía, para mi primera hija: una donde su cuerpo fuera fuente de reverencia, maravilla, salud, bienestar, buen refugio y templo, plétora, libertad. En el presente, y también hacia el futuro, como la mujer que llegaría a ser.

Quizás toda mamá y papá jóvenes, o de cualquier edad, se hacían las mismas preguntas antes de recorrer un camino de la mayor trascendencia. Yo, además, sentía que a la ignorancia natural de quien enfrenta un recorrido por primera vez (y uno infinito, como la maternidad), se sumaban temores y limitaciones propias de una historia que me había jurado no debía repetirse para ninguna niña o niño. Tampoco mi hija.

No contaba con muchas herramientas, y no abundaba la literatura sobre el tema de la corporalidad infantil o su sexualidad (con Freud no me llevaba bien, o más bien, tenía una resistencia orgánica a profundizar en su teoría edípica o fantasías irresueltas de incesto con el padre o la madre).

Tampoco existían muchos libros sobre prevención de abuso sexual, y menos para niños, que propusieran una mirada desde el respeto de los humanos adultos y desde la noción de los propios niños sobre su derecho a ser cuidados, a establecer límites (decir NO), a “escuchar” la voz de su cuerpo. No quería actuar en prevención de abusos infundiendo terror en mi hija (aunque ciertas realidades deberían ser compartidas conforme creciera). Quería hacerlo de otra manera.

A la guía de los instintos, del amor, y de la delicadeza sensorial de mi niña, cuando ella tenía menos de un año, se sumó un librito que encontré en Argentina, durante un congreso: “Mi sexualidad de los 0 a los 5 años” se llamaba.

Tenía ilustraciones –muy modestas, a tres colores: blanco, negro y azul oscuro-, algunos juegos y un lenguaje sencillo y alegre. No hablaba de miedos ni trasgresiones posibles. En cambio, hablaba de respeto mutuo y  de experiencias cotidianas en relación al cuerpo y lo sexual, desde la inquietud inocente y natural de los niños pequeños.

Ese libro –que inclusive compartí años más tarde con mamás de otras culturas en EEUU- fue sobre todo una inspiración para desplegar mi propia creatividad y así atreverme a proponer un particular itinerario con mi hija: con dibujos, caricaturas, títeres, pantomimas y cuanto recurso viniera a mi mente, para enseñarle a Diamela a conocer y apreciar su cuerpo conforme  descubría, etapa tras otra, la maravilla de sus funciones y evoluciones.

Yo me había apostado entera a amarla y protegerla, pero no estaría con ella las 24 horas de cada día. Necesitaba compartir herramientas. Yo crecí sin saber del cuerpo, de sus derechos (a la vitalidad serena, al buen trato, al consentimiento). Quería que ella sí supiera.

El camino desde guagüita apuntaba a un horizonte inmenso: si podía decirme que no a mí (no quiero esto, o lo quiero después), podría decirlo a quien quisiera. Si sabía que su cuerpo y todo su ser merecían el mejor trato, eso esperaría de otras personas: desde pequeños compañeros de colegio y profesores, a parejas o superiores en el trabajo, el día de mañana. Si aprendía a “escucharse” y a confiar en esa voz, el día en que por ejemplo, compartiera un primer beso o iniciara su vida sexual activa, podría dar el paso convencida. No 30%, ni 60% convencida. Ojalá 100%, o algo por ahí, más cercano a la totalidad de su voluntad, su deseo, su autocuidado y salud, su amor.

Tenía algo así como dos años, y recuerdo la expresión de Diamela, de entre desconcierto y maravilla, cuando le mostraba textos de biología con imágenes del cuerpo humano (las mejores disponibles en esos tiempos: láminas de anatomía en viejos libros del colegio o la universidad) y hasta radiografías de dientes o caderas (las típicas para descartar displasia) que usamos para colorear y señalar todo un universo interior que escapaba a la vista, pero que valía tratar de imaginar en movimiento, dentro de nosotros. ¿En serio es así?, preguntaba. En serio 🙂 y es tuyo.

Ese universo era su cuerpo: primer hogar, “hogar primario”, inseparable de ella, de todas sus edades. Qué tremendo sería si lo sentía amable, magnífico, un híbrido de ave-bailarina-galaxia en permanente gestación, libre, deliberante, con su voz y su música propia. Jamás una prisión. Nunca un territorio de guerra, o un enemigo.

Sabiendo que la responsabilidad de cuidar y guiar era mía, como mamá y adulta, de todos modos era imprescindible ir avanzando en entregar a a mi hija herramientas de autocuidado, y alentando el ejercicio de sus elecciones, y el desarrollo progresivo de su consentimiento ( entendido como la capacidad de decidir por sí mismo y de actuar conforme a la propia reflexión y discernimiento).

Sin estos estímulos, sin mi apoyo -y el de todo adulto que pudiera plegarse, creer en ese respeto profundo y esa responsabilidad con la nueva generación-  ¿cómo podría mi hija darle voz a su cuerpo, descubrir sus preferencias, establecer los límites que la hicieran sentir protegida y cómoda para aceptar o declinar, o definir los términos de sus relaciones -corporales, afectivas- con un otro? Antes ella necesitaba saber, aprender, estar segura de que tenía el derecho a ser escuchada, tomada en cuenta, mientras iba etapa tras etapa, ensayando el dibujo de su vida, sus “quiero” y no “quiero”, sus deliberaciones y preguntas.

Sé que en quince, veinte años, lo que más hicimos fue disfrutar la trayectoria (aunque algunos duelos también hubo, que igualmente hicieron crecer). Sobre todo nos conmovimos y asombramos, conversamos horas incesantes y preciosas. Diamela hizo suyos el amor y cuidado -por sí misma y por los demás- y con ellos cruzó la frontera hacia su adultez (así lo creo y lo veo a sus 25 años). Yo, por mi parte, crecí siglos a su lado (en un proceso que ella jamás imaginó y durante el cual gané no solo la vida, sino mi cuerpo de regreso, como el de una recién nacida).

Luego vino mi hija menor, a mis cuarenta años. Y vuelta a empezar.

Más allá de la bitácora radiante de la maternidad (ver crecer, aprender mundos, vincularse con los otros, soñar destinos), debí nuevamente tomar lápiz y escribir las letras silenciosas de la historia: el cuidado desplegado en desvelos,  aprensiones, la mirada de mamá loba, cierva, y lechuza (insomne) sobre cada paisaje, la plegaria agradecida pero plegaria al fin, por cada día bueno, eras inaugurándose, resfríos superados, sueños y cantos. Todo lo compartido en la travesía con Diamela, volvía a ser horizonte con el nacimiento de Emilia.

Tendría que ser más fácil, pensaba, los primeros días de llegada mi hija menor al mundo. Mi edad debía venir con mayores aplomos y muchas más luces (un estadio nacional de luces, ya no la pequeña plaza tenuemente iluminada de mis veinte años de edad): sobre el ejercicio del cuidado, la ductilidad e infinita inteligencia del amor, los puntos de intersección continua entre ambos. Confieso que tanto más fácil no ha sido, pero sí distinto, y mayor la abundancia de herramientas a la mano.

Fuera de los baños de palabras y de cariño –espontáneos, y también, confieso, como parte de una agenda porfiada en contagiarle gratitud y contento, cada día al despertar-, cajas y cajas de crayones y lápices de colores, imágenes de resonancias magnéticas y otras láminas increíbles de anatomía humana (viva Google)  y la leal ayuda de una magnífica revista (9 ejemplares, la colección completa) de neurociencias y educación que encontré en Chile -Calpe&Abyla, de las doctoras Amanda Céspedes y Lilian Cohen.

Con todo un arsenal muy colorido, comencé nuevamente a caminar. Con mucha mayor confianza. Tanto con mis hijas, como con alumnos y niños a quienes acompañaba en terapia, observaba que la motivación por aprender del cuerpo humano era/es enorme. No hablo de clases de cs. naturales o de biología (aunque también), sino de lo que ocurre cuando constantemente traemos la presencia del cuerpo en lo cotidiano, vinculando todo: latidos, emoción, nutrirse, hidratarse, tratarse con gentileza, escuchar las señales del cuerpo -desde una tos, una lágrima, la risa, o una “guatita apretada”, o una sensación de “no sé qué” pero que provoca temor, a la sensación de placer que viene con un helado delicioso, un paisaje increíble, un abrazo, un gesto de cariño de los amigos del colegio o el barrio-. Infancia, pubertad, la adolescencia: cada etapa con su historia, información que empodera (cómo funciona el cerebro ayuda tanto a entender lo que pasa con las emociones, las formas de conocer, y hasta los errores que pueden cometerse).

Recuerdo que con apenas año y medio, Emilia ya indicaba la rítmica de los latidos de su corazón y sus emociones primarias (contenta, triste, asustada -sobre todo ante ruidos fuertes-, enojada); con dos, se asombraba respirando cortito-largo y exhalando sobre dientes de león o semillas puestas sobre la mesa (“viento”, proveniente de sus pulmones) y señalizaba olores, colores del atardecer, músicas, y todo era un goce; a los dos y medio, trataba de explicar a otros cómo su estómago “juntaba y dejaba a un ladito” todo lo que no le servía.

A los tres años, decidió que las neuronas eran “flores” que se iban enlazando unas con otras (como en la enredadera en casa de sus abuelos) para conservar lo que iban aprendiendo; al cumplir cuatro, decía “mi guatita pide: agua, pollo, o chocolate, no esto”, o “no te conozco todavía, hola así no más (con la mano)”, o “no voy a ir, porque no termino de comer-jugar-descansar-mirar la luna, ¿me puedes esperar?”, o “este regalo lo voy a abrir después porque ahora estoy  jugando” (feliz). Dejar hablar al cuerpo, desplegar su misterio, dejarlo deliberar también, con respeto, cuidarlo. Y en cada trazo de experiencia, otro poco más de albedrío, discernimiento, libertad de sentir, de llegar a ser.

Es temprano para cantar victorias, pero esperanza ver cómo, paso a paso, es casi como si mi hija menor pusiera sus pies sobre la huella semejante que dejó su hermana mayor años atrás, en una arena entrañable (que conservo dentro). A ambas, en distintas eras y por motivos muy especiales, les debo nuevos pactos con la vida, ganas ojalá de ser inmortal, tanto entusiasmo y resiliencia, tanto amor y sensación de amparo sobre esta tierra (o sobre el cielo, si eso fuera posible). Tanto como sus cuerpos nacieron del mío, así creció el mío a su plena estatura, gracias a  mis hijas.

En una fragua de décadas: la inspiración regalada por mis dos niñas, y muchos otros niños que he tenido el honor de conocer en los oficios de psicóloga y profesora de español (en EEUU, K-8vo). Y a adultos inocentes y de buen corazón.

A los 45 años, finalmente, cumplir el sueño de poner en palabras e imágenes, lo que tenía ya escrito y dibujado en mi cabeza con tal nitidez, y durante tantos años, que casi podía tocar y oler la tinta y colores de cada dibujo, los que llegaron a ser en papel para explicarles a mis hijas distintos temas (corporalidad, sexualidad, reproducción), y otros que aún pululan en mi mente y puedo ver cuando cierro los ojos.

Fue en un aeropuerto, esperando llegar a casa (en Atlanta) que me senté a escribir los primeros textos y determinar las imágenes exactas que debían ir en mi primer libro para niños, para fortalecer el cuidado ético, la prevención de daños, el conectar con la vida y el cuerpo desde su voz, sus milagros, su universo digno de amparo, consagración y respeto.

Notas, bocetos. Un orgullo particular fue haber vuelto a dibujar, modestamente y con crayones, las imágenes para el sistema excretor de los niños (que señalizaban también sus partes privadas). Esas caritas entre sorprendidas y alegres, esperando ver cómo toda la trama de alimentos, leches y aguas que viajan por el cuerpo para nutrirlo y ayudarlo a crecer, llegaba a su última estación (cada día, muchas veces) en un baño que ojalá pareciera parque de diversiones en sus colores y tono travieso, pero donde quedara claro también, el espacio propio, privado, y la delicada protección que merecen esas áreas del cuerpo, cuyo mejor nombre debería ser, en verdad, “sagradas”. Luego, Marianela Frank convertiría este boceto, y cada una de mis imágenes elegidas, en un trabajo de arte precioso y preciso (como en todo el libro).

En viajes entre mis dos hogares en EEUU y Chile, fui presentando el libro, bocetos, avances, a distintas personas: niños pequeños, sus papás y mamás (de distintas religiones, avenidas de la vida, identidades), educadores y psicólogos, abogados, conserjes, médicos, escritores, cuidadores, mujeres y hombres sobrevivientes de abuso sexual, y a quien estuviera dispuesto a dedicar unos minutos y compartir qué le pasaba con él. La respuesta fue siempre emocionada, entusiasta. Tal como sentía yo para mis hijas, o para mí misma (en la niñez), se repetía una frase: “yo querría que este libro hubiera existido antes”. Qué alegría y tranquilidad, ir en buena dirección.

El nacimiento de “Mi cuerpo es un regalo” (ver primera nota, de Gabriela García), hoy,  marca el primer paso en una serie dedicada a la ética del cuidado para niños, que mi casa editorial -Ediciones B- ha tenido la voluntad y entusiasmo de apoyar, junto a una “factoría” de hadas y magas, todas las mujeres que acompañaron el alumbramiento de este primer esmero: Marilen Wood, Judy Meneses, la artista Francisca Toral, la periodista Marcela Escobar, y la ilustradora Marianela Frank. (Y desde otro lugar, apoyando con entusiasmo este proyecto, desde la mirada de la educación prescolar, el equipo Técnico Pedagógico de JUNJI y Ma. Fca Correa, su VP).

Espero contar con suficiente futuro para acompañar a mi hija menor, y ver a la mayor levantar su propio nido como ella sueña; y disfrutar de un tiempo de creaciones y peregrinaciones que nos esperan con mi compañero de la vida. Ojalá, también,  escribir muchos más libros. Pero si partiera mañana, tengo suficiente gratitud para llevar sobre las alas: el tránsito del Agua Fresca en los Espejos, a Mi Cuerpo es un Regalo, es algo que jamás podré llegar a describir bien, en ningún idioma. Aunque “unción” es un sentimiento que me ronda. No sé por qué. Pero bienvenido sea.