Duele el corazón

Fue el año 2005, lo recuerdo muy bien. Era una mañana de invierno, había caído nieve, el hielo hacía crujir los árboles y escribía en mi oficina. Mi hija mayor (única hija, entonces) llegó a hablarme de su primera pena de amor. “Me duele el corazón”, dijo, “de verdad me duele, aquí”. En ese justo momento yo revisaba, en prensa, las conclusiones recién salidas del horno sobre el “Síndrome del Corazón Roto”, o miocardiopatía por estrés emocional.

Eectivamente el corazón dolía, nada de metáforas aquí: dolía en el cuerpo de mi hija, bajo sus huesos. El pequeño músculo de 17 años de vida era lesionado de modos imperceptibles a la vista humana, pero muy nítidos para los centros del dolor donde la sensación de herida se siente muy real, encarnada en lo profundo.

La pérdida afectiva o la muerte de alguien amado, noticias que nos dejan en el estupor, eventos estresantes o situaciones traumáticas donde, en ocasiones, importan menos la magnitud e intensidad de los hechos, y mucho más, la vulnerabilidad o resiliencia de quien los experimenta. De ahí que un tornado, un accidente ferroviario o una primera semana de clases difícil para un chiquito pudieran tener un impacto comparable entre sí como circunstancias, todas ellas, con el potencial de paralizar, dañar y hacer doler a un corazón perfectamente sano y sin factores de riesgo.

Sentencias tales como “murió de pena”, “le rompieron el corazón y luego enfermó, murió, no fue nunca más el mismo, la misma”, y tantas otras que encontramos en historias personales o poemas entonados a lo largo de siglos de historia humana, no eran parte del folklore ni una exageración de las almas más sensibles. Contaban una verdad.

El estudio liderado por el cardiólogo Ilan Wittstein, M.D., profesor del Johns Hopkins University School of Medicine (ver), vino a demostrar que el estrés emocional no sólo era capaz de desencadenar infartos, sino que también podía alterar el funcionamiento del corazón -mediante la liberación de productos tóxicos al torrente sanguíneo, paralizantes del corazón- de un modo semejante al del infarto: con síntomas como el dolor de pecho agudo, líquido en los pulmones, falta de aliento y paro o falla cardíaca. La  diferencia está en que los daños asociados a la miocardiopatía por estrés emocional, o Síndrome del Corazón Roto, no serían permanentes.

Sin ser cardióloga ni científica, la última conclusión me abrió y abre preguntas, todavía. Hay un cuidado del corazón físico (hábitos de alimentación, ejercicio, distancia de ciertos vicios), que siento inseparable de otro cuidado, vinculado al mundo de los afectos, nuestras emociones, la ternura que nos acompañó mientras crecíamos (y aún, mientras vamos envejeciendo), el amor que podemos prodigar y recibir a lo largo de nuestros años.

No veo cómo es posible estar seguros de que no existan daños permanentes, en el corazón físico me refiero, cuando ese cuidado más amplio, el de la experiencia humana en el amor, por intangible e inmaterial que parezca, ha sido vulnerado.

Qué le pasa al corazón luego de infancias -o adulteces- inconmensurablemente huérfanas; decepciones que superan las nociones de engaño o crueldad con que podemos estar familiarizados el promedio de las personas; pérdidas que, sin ser afectivas, golpean ese eje invisible que nos mantiene de pie y abrazados a la vida -de porcelana a veces, otras de acero: nunca sabemos del todo de qué estamos hechos- , para dejarlo en escombros tal vez junto a una casa caída, una ciudad arrancada de raíz, un país que tiembla, una forma de aprecio o de valoración de sí mismo -como hombres y mujeres, como padres, como trabajadores- que habrá que levantar. O la frustración de quien busca mejorar una situación como la pobreza, frente a obstáculos y muros -que no son de responsabilidad individual- indolentes al empeño y la rectitud. O los desamores, los abandonos, la indiferencia: la herencia que nos puede doblegar, luego de vivir, a cualquier edad, el ser separados o”desalojados” del corazón o de la vida de alguien que nos resultaba esencial: un hijo o una hija, una pareja, una amistad, padres, abuelos, una comunidad.

Hay un verso de Alejandra Pizarnik (poeta argentina) que dice con tristeza: “ningún hombre es visible, nadie está en algún jardín”. Ese abandono. Si fuera natural o sencillo residir en él, ningún ser humano habría buscado cavernas de refugio ni levantado hogares. O salido al encuentro de un otro.

No es mi ánimo ser pesimista ni dejar triste a nadie con estas reflexiones. Sólo recordar que en medio de nuestra más sorprendente resiliencia -nuestra historia humana está escrita también con esa pluma- hay una fragilidad que no expira, por más controlada que creamos tener nuestra vida o por más andamiaje material y tecnológico que hayamos puesto a su servicio.

Terremotos y tragedias que atestiguamos -en nuestros países o en otros- suelen recordarnos que, en el orden cósmico, somos -y más nuestros hijos- leves y minúsculos como hojita de orégano, o lavanda, tan deshojables sobre todo, si esa palabra es posible (mi corazón se ha sentido así más de una vez).

Por más que intenté, no logré cuadrar la imagen que acompaña este posteo: es el dibujo del corazón de una adolescente que vivió abuso sexual infantil.

Me lo hizo llegar al terminar su terapia (con una dupla extraordinaria de colegas mujeres) como un regalo, Ella había leído “Agua fresca en los espejos” y quería compartir su mirada de la resiliencia, y de la capacidad de reparación del espíritu humano. Las simbolizó en su dibujo de un corazón intacto, radiante, antes de lo vivido, y después: como si hubiese sido empuñado, arrugado con fuerza, y luego vuelto a estirar. Pero a pesar de todo, conservaba su esencia, ahí estaba, los brillitos habitando en su centro (quizás en espera del tiempo de volver a desplegarse). Miro ese cuadro a diario, junto a mi escritorio, como una invocación a la esperanza, a la energía para “no más”, ninguna niña, ningún niño, ningún corazón sea así, descuidado. Ninguno, abandonado.

(Gracias archivo ElPostCL 2013)

******

2016:

En Chile, el lunes por la noche (11 de abril de 2016) , murió una niña de 11 años en un hogar del sistema de protección (Sename).

Los hechos están siendo investigados, pero se informó en un comunicado institucional (que deja bastante que desear, y es entendible no poder centrarse bajo presión, y en medio de un duelo, pero lo más responsable es esperar a que sea emitido el informe del SML): que la niña  estaba “descompensada”, que sufrió un paro cardiorespiratorio, y que se hizo “todo lo posible por salvar su vida”. Murió delante de otros niños como ella. Cuántas pérdidas han atestiguado. De qué manera van a contenerlos en el duelo.

La niña se encontraba en el sistema de protección desde sus cinco años, y en un centro residencial desde 2014. Cómo desplegar una vida, o la sobrevivencia en esas condiciones, no sé. Pocos de nosotros podríamos pasar un mes completo, con todas sus noches, en un centro residencial (en sistema de turnos, como voluntaria, es difícil, pero uno era adulta)

Por más profesionales y funcionarios de vocación -de esos que no descansan ni fines de semana-, dedicados a acompañar y apoyar a los niños (y habrá también mucho personal desgastado y hasta maltratador, no me autoengaño), existen precariedades para las cuales todas las manos nobles no darán abasto.

El abandono del verso de Pizarnik; esa soledad.

La niña que ha muerto, había sufrido vulneraciones graves en sus primeros años de su vida, y la mayor parte de ésta transcurrió en el sistema de protección, bajo el “cuidado” de un Estado que en todo lo que lleva el retorno a la democracia -26 años- no ha sido capaz de convertirse en garante de derechos para sus niños y niñas, ni ha procurado la mejor educación para ellos en este milenio, ni ha pensado la salud física y mental de los más pequeños de forma inseparable con el derecho que tienen a ser cuidados por sus padres (#licenciaparacuidar) y por todos nosotros tambien.

Muchos niños han llegado a adultos en la espera por un país bondadoso y empoderante. La niña que ha partido, sólo alcanzó a vivir once años. Cuánto sufrió en esa década y algo. No pudo más su corazón.

El abandono sistémico, el dolor simplemente superior a la capacidad física y psíquica de una niña de 4, 8, 11 años al final convergen en su muerte aun cuando no se conozca a esta hora de la madrugada, no todavía, el informe de la autopsia. Hasta aquí, no puede descartarse negligencia de terceros y/o de una institución, por lo demás, profundamente cuestionada y frágil, por años en déficit (sobre 60% sin que sea urgente para nuestro Congreso o Hacienda, corregir esa escasez) y donde no es primera vez que muere un niño (han muerto 14 en los últimos 9 años, lo que cubre 3 gobiernos, uno de derecha, y dos de una misma presidenta).

Tampoco puede descartarse -negligencia comprobada o no- la responsabilidad que siempre le cabrá al Estado por la desidia, la frialdad con que demora en concurrir por sus niños y con que ha descartado leyes ingresadas al congreso y hasta programas de apoyo a víctimas como ha sucedido (según conveniencias mezquinas, no somos tan ingenuos, claro que nos damos cuenta, y más cuando algunas autoridades en vez de “desaparecer del mapa” para cumplir cometidos por la niñez lo antes posible, parecen más preocupadas de los medios de comunicación y de invertir recursos que son de todos, en campañas publicitarias o iniciativas completamente prescindibles). El fracaso del cuidado. El punto ciego donde también nosotros arriesgamos omitir; no socorrer a tiempo. Abandonarnos unos a otros

A la fecha, 2016, no hemos cumplido los compromisos que adquirimos como país al suscribir en 1990 la Convención Internacional de Derechos del Niño. Es una señal, una lesión que supura.

A comienzos del milenio habría sido difícil de creer que llegaría a demostrarse  que los corazones humanos podían romperse de verdad, lesionarse en la pena. Ya sabemos que es posible. Ojalá sin necesidad de mayor evidencia científica, entendamos que de abandono -de la familia, del colectivo, de un Estado, de una democracia- también es posible morir. 

No dejemos morir a más niñas o niños. No dejemos morir a nadie más en ese descampado que por períodos parece invisible pero respira siempre a nuestro lado:  ¿cuánta más pobreza, inequidades, cuántos más abusos sexuales, más pensiones de hambre, más violencias contra todos los géneros y edades humanas vamos a dejar pasar?

No esperemos una tragedia más, como es habitual, para sostener la reacción, el corazón despierto. Cuidar, amar, es también indignarse, actuar. Ser activos. Hacer. Lo que cada uno pueda, pero hacer.

No entenderán nuestras autoridades hasta que no nos vean resueltos, hasta que no les exijamos, los condicionemos (en el voto) a mostrar su mejor desempeño, y los extenuemos de tanto interpelarlos, tanto insistir, tanto declamar nuestro deseo, tanto poner de nuestra parte y colaborar y preguntar ¿en qué puedo involucrarme, ser útil? (así sea sólo tendiendo un puente con alguien más). Esto es “nuestro”, aunque nos duela: Sename lo es.

Qué nos pasa si decimos “nuestro” al hablar de los niños en centros residenciales; “nuestros” centros, nuestro sistema de protección, vergonzante, lesivo. Pero Nuestro, repito. Tal cual nuestros hogares -ahí donde vivimos- se sienten “nuestros” hasta en la muralla más gastada, ésa que miramos con cariño, o con ganas de volver a pintarla algún día. Pero la notamos, ese es el punto. No dejamos de verla. Ni de sentirla nuestra.

El proyecto ley de garantías integrales, ya nos advirtieron el mes pasado  -y no ha habido mayores reclamos de nuestra parte, no hasta aquí- será  parte de la “agenda larga” del gobierno (y “sin gasto adicional”, ¿cómo entonces van a implementar nada?). En qué están pensando? Cuánta más espera. y cuántas infancias más serán puestas en peligro o sacrificadas por el Estado. Cuántas vidas más, no sólo el Estado, sino cada una y uno de nosotros, tendremos que sumar en este imperdonable rin del angelito.

***