Cuerpos

“Existe un grado de integración sensual que nos hace querer sollozar, tan bello nos parece, y tanto nos elude”. (Caroline Knapp, Escritora norteamericana, 1960-2002)

Continúo en asueto de contingencias y sólo puedo escribir sobre dos hechos memorables que ocurren durante la semana muy forestal -la última- en que aún me encuentro.

Mi hijita de casi 3 años, con un vestido nuevo, se observa feliz y totalmente satisfecha en un espejo, muchos minutos (es primera vez que pasa tanto tiempo ahí), sonriente y en rapto: inmersa en ese gozo intransferible que debe ser reconocerse ella, y reconocerse además de un modo especial, con su vestido diferente y lleno de flores.

Pocos días después, me escribe una joven, hermosa bajo todo estándar (dentro y fuera) atestiguando -pidiendo auxilio, también- un nuevo asalto de su bulimia luego de un período de tanta paz, que casi se sentía a medio cruce de un muy personal arco del triunfo.

Veinte años entre mi hija y esta muchacha, y otros veinte más entre ella y yo, me permiten acercarme a una suerte de ventana en tríptico donde me es posible reconocer momentos tan únicos de nuestra experiencia del cuerpo, junto a sus desafíos, dilemas, ofrendas y claves que, asimismo, aún a mis años y por distintos motivos, debo recordarme de tiempo en tiempo.

Para mi hija -qué maravilla los niños- el cuerpo es todo, toda ella. Su canal de relación, desde que “recuerda”, con su mamá y su papá, el mundo, los otros. También son sus manos, sus pies, sus ojos, su “naliz”, las distintas partes que ha aprendido a nombrar y, en estos días, a cubrir de parches curitas de colores lo mismo si la pica un mosquito microscópico, que si se cae y hace un tajo. Es normal esta etapa del “auch” y de la necesidad, no sólo de recibir atenciones y cuidados de su entorno, sino de comenzar a prodigárselos ella misma. La palabra “cuerpo”, todavía no la domina, ni le interesa mucho aprenderla. Pero la vive plenamente: disfrutando -y queriendo siempre más- todo lo “grato” que se le presenta -alimentos, texturas, olores, caricias, excursiones en la naturaleza- y sufriendo, con quejas explícitas, aquello que le es desagradable, o le duele. Sin preguntas, sin reflexiones, mi niña es vivencia pura de su cuerpo. No lo habita, sino que lo experimenta, simplemente es.

En el camino de los años, el intercambio pleno y desprejuiciado de ese cuerpo nuevo, aprenderá a reconocerse ante la mirada y las conductas de los otros. A partir de esta consciencia -y casi todos podremos recordar cómo se fue dando así-, irá dándose cuenta de cuando es aceptado, rechazado, respetado, vulnerado, fortalecido, debilitado; amado o desamado. El cuerpo percibe y tiene memoria, escribe su propio relato todo el tiempo. Un relato que no es separado del resto de nuestra biografía, no puede serlo, porque está siempre acompañándonos, en todo movimiento físico, cada experiencia sensorial y emocional, hasta el último pensamiento y sueño. Sin descanso, se labra en asiento de aspiraciones, deleites y afectos, o de angustias, mordazas y contradicciones desgarradoras. Como para la muchacha que me escribía.

Esta lola que parece salida de un cuento (tan linda es), vivió una experiencia temprana de incesto y abuso sexual. Quizás ése, u otro momento (cada organismo tiene su calendario, y bien podría ser una enfermedad, o un accidente discapacitante), marca la fractura en el sentimiento de intimidad, fraternidad, e indisolubilidad con su cuerpo. Ella apenas puede reconocerlo como propio, y sabe que es así, porque está consciente de que no puede evitar tratarlo como a un enemigo, o un extraño hostil, a lo menos. Lo controla, subyuga, lo vigila y reniega de él por nunca llegar a ser lo suficientemente armónico, bello, querible, deseable, y tantas otras cosas más, para otros ni para sí misma.

Ella ha centrado su atención en el peso, y sí, hay exigencias que pueden venir de lo estético, de lo socialmente forzado como modelo de belleza, pero es mucho más profundo que eso. Ni siquiera me refiero a la pulsión de muerte o de combate contra una vitalidad confusa o evasiva -como puede llegar a ser después de sentirse violada- o la distorsión psíquica, la desfiguración de la autoimagen. Es mucho más concreto lo que esta muchacha verbaliza y me deja pensando por lo sencillo que puede parecer (aun sabiendo que no lo es): su lucha contra el peso, es sólo eso, una lucha contra el peso, contra el mandato de una fuerza de gravedad que no se siente benéfica -por el agarre que nos permite a la tierra- sino como una carga, un soplo de cemento a cambio del oxígeno o ese algo intangible que conforma nuestro espíritu y le permite ser ligero, casi alado, susceptible de elevarse y ganar la altura que quiera, o que pueda. La máxima posible.

No puedo absolverme de la pregunta que esta muchacha me propone sobre el sentido de carga u obstáculo que impone el peso, la gravedad. No tanto en mi sensación de agarre a la tierra o de presencia en la vida, sino a lo que es mi vivencia terrena en un momento determinado: las circunstancias más o menos satisfactorias, más o menos amparadoras, que dejan huella en la relación con mi cuerpo, conmigo, en nuestro estado de vigilia o sopor, de aplomo o ansiedad, de miedo o confianza, de sensualidad o de tensión ante estímulos y caricias, de fortaleza o de fragilidad latente.

Entre la empatía y la resonancia biográfica, reviso mis propias lucideces ganadas al respecto de la corporalidad y sus apetitos, el placer, el bienestar; el reconocimiento del derecho a merecer y a vivir en la plétora -como todo ser humano debería tenerlo-, sea que lo logre o no. A la terapia y/o la adultez plena le debo una consciencia de unidad entre mi cuerpo y yo. No completamente satisfecha, admito, reclamante a veces -por envejecer, por enfermarme o cansarme más de la cuenta, por acercarme a la menopausia, por perder algunas batallas, por cambiar a mi vista y paciencia no siempre de la manera en que querría verme cambiando-, pero con voluntad de aprecio y cuidado, y por encima de todo, con la certeza de mi patrimonio. Una certeza que es responsabilidad compartir y proteger en las generaciones que me siguen.

La joven que me escribió ha debido incorporar, sin la serena y merecida preparación, las señas -anatómicas y fisiológicas- y el repertorio sexual propios de la adultez y, sin embargo, se parece tanto a mi chiquita de 3 años -aunque por historias muy distintas- en no ser capaz de reconocer el patrimonio de su corporalidad como absolutamente suyo: su yo encarnado, su cuerpo que es toda ella, inescapable, y ojalá, por lo mismo, entrañable algún día, reflejo nítido en cualquier espejo, exterior o interior, de su soberanía. Esa ligereza recobrada a pesar de y por encima de la carga del abuso de un cuerpo específico (trasgresor de los tamaños y el delicado orden de la vida), o de ese cuerpo gigante e inasible que es el poder con sus excesos, historias y sociedades, el desborde que termina siendo infinita escasez para muchos seres humanos (en violencias y represiones, en codicias y manipulaciones, tanta hambre, dolor y pérdidas).

No soy experta en corporalidad, advierto, tengo muchísimo por aprender -y no tanto tiempo-, pero vivo, soy mi cuerpo. Igual que todos, niños y adultos, hombres y mujeres, en cualquier latitud. Me gustaría creer que podemos habitar un vasto perímetro protegido, garante de nuestras integridades, donde cada cuerpo pueda transitar de la inocencia de su llegada al mundo y hacia el encuentro con otros cuerpos -en aprendizajes, voces, afectos, sexualidades, colaboraciones y construcciones- en respeto, y gozosa calma. Era el sueño de Caroline Knapp, quien murió a los 42 años, víctima de un corazón herido en la guerra contra un cuerpo -años de juventud gastados en la anorexia/bulimia- que, a pesar de todo, jamás dejó de esmerarse y añorar la dignidad de sentirse uno con su dueña. (Y gracias por esta noble lección).


Fotografía del título: Orquídea mariposa