Bajo la luz de estrellas visibles (*)

Son raros los adultos. ¿No saben que el mar no es de nadie? Es de la tierra, o sea para que todos disfrutemos. (Niña, 7 años, disputa marítima)

Los niños tienen que tener casa. Hay que decirle a una familia que venga a vivir con nosotros. Pero cuéntales que tú haces brócoli y es guácala. (Niña, 5 años, crisis refugiados)

¿Pero cómo esas personas no entienden que es mejor vivir que matar y morirse? (Niño, 6 años, guerras)

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Podría escribir decenas de reflexiones compartidas por niñas y niños en el cotidiano de mi trabajo, y por mis hijas a lo largo de los años. Se hace fácil recordar lo que emociona, aquello que vuelve sobre la vida una y otra vez.

No existe en los niños pequeños una noción y menos, definiciones de ética (inasibles hasta para nosotros los adultos, muchas veces). Pero ella está presente como un sistema de orientación, una herramienta para observar y responder a dilemas presentados por la realidad, sin juicios. Sólo desde una afinación insistente de los niños con el vivir, y el vivir juntos.

Aun cuando los niños no mencionen la vulnerabilidad que compartimos los humanos ni expliciten el imperativo de cuidar, y aunque ellos desconozcan palabras como solidaridad, compasión, empatía, colaboración: todas esas disposiciones se dejan sentir. También el placer, el deseo, la posibilidad de disfrutar de estar vivos, de tener una vida buena, vivible: elementos centrales en la ética del cuidado. Los niños y niñas saben. Nosotros también, desde siempre.

Mucho antes del lenguaje, de dar un nombre al “cuidado”, éste desplegaba sus acciones para sostener la vida. Miles y miles de años, y nuestra supervivencia y continuidad como especie todavía dependen de esa capacidad de cuidar: a los nuestros, y al lugar que hace posible nuestra existencia (hasta aquí, sólo uno: la tierra). ¿Cómo fuimos a separarnos tanto de aquello que llevamos inscrito en nuestros cuerpos al punto de poner casi todo en peligro? Cuesta entenderlo.

Pocas personas en su sano juicio responderían que sí a la pregunta “¿usted querría morir ahora, o ver morir a quienes ama?”. Y casi todos, desde la cordura, responderíamos que sí a “¿quiere vivir, vivir una vida buena?”. Son proposiciones muy elementales, pero así están las cosas, esta sensación de ir contra el tiempo, de tener que afirmar el paso, y apurarlo, para evitar más pérdidas.

¿Cómo mejorar? A través de la educación, escuchamos, desde casi todas las latitudes. No hay fuerza más transformadora. Lo hemos atestiguado en diversas épocas, y todavía es así, podría serlo, si respondemos a lo que pide un milenio recién nacido, con toda su promesa y maravilla, y con sus fragilidades y urgencias, casi todas de cuidado. La educación es inseparable del cuidado.

Sabemos que a cada ser humano que nace, le toma años aprender lo necesario para llegar un día a cuidar de sí —de su propio cuerpo, mente, emociones, espíritu, vínculos y decisiones— y participar también del cuidado de otras vidas, personas cercanas y lejanas, el entorno, la naturaleza, las palabras, la democracia. Es razonable detenernos a pensar si nuestros sistemas educativos enseñan desde este imperativo, si están formando para la ciudadanía, o si quienes educan a la nueva generación confían y estimulan la manifestación de todos sus talentos, capacidades diferentes, e imaginaciones, y se valen para ello, de todo recurso disponible en este milenio (neurociencias, tecnologías, conexión global, artes, deportes). O más simple: preguntarnos si se cuida a los alumnxs.

La mutualidad nos interpela, también, a no ser testigos fríos, a cuidar de la educación, y a actuar para que ésta sea, efectivamente, un bien para la vida de todos. Un bien común.

En nuestro país aún no es definitivo el horizonte de la reforma educacional, y hasta aquí ésta no refleja nítidamente nuestra visión o nuestro deseo para hoy y los próximos veinte o cien años. Por momentos es inevitable la sensación de indolencia, y de preocupante compulsión por volver habitable un edificio a medio derrumbar. Nostalgia de amor, de reverencia, de audacia y de humildad, para saber cuándo pedir ayuda, cuándo dejar atrás lo que ya no hace bien.

Las transformaciones no son en abstracto, al vacío. Toman cuerpo en seres humanos, en sus formas de hacer, sus resultados. Encarnan en un “para qué” claro, y en aprendizajes útiles y emocionantes, significativos para las vidas de niños y niñas, jóvenes, adultos, ancianos: alumnos protagónicos de su proceso, junto a guías y mentores sólidos, apoyados por un colectivo que se sabe parte. Dejar fuera, excluir, es inconcebible en el cuidado y, en la educación, éste no existe sin equidad, sin inclusión plena.

El aula necesita ser un reflejo del mundo, de nuestra diversidad. El deseo existe. Damos pasos, y creo que está creciendo la conciencia sobre nuestra responsabilidad irrenunciable, como adultos (y sí, es una invocación), de proteger y preparar a cada nueva generación para la mejor vida posible: suya, y de toda la humanidad.

Dicen que en la niñez se necesitan al menos tres relaciones seguras, tres ecos que declaren sostenidamente “te cuido y te cuidaré, sin condiciones”. Hasta aquí, el peso mayor lo lleva la familia, y luego la escuela. Dos versiones de “hogar”. Según nuestro diccionario: “el lugar donde se hace la lumbre”. Una imagen hermosa. Una clave para orientarse. Recuerdo haber leído sobre una pequeña lagartija o salamandra que sólo puede encontrar su camino a casa bajo la luz de estrellas visibles. No retuve el nombre de la especie, pero sí de su forma única de “orientación celestial”. Sólo así, la educación desde el cuidado.

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Columna escrita para la Revista JIWASA, Facultad de Educación, Universidad Mayor, enero 2016.