Apuestas amorosas

“Hay que saltar del corazón al mundo, hay que construir un poco de infinito para el hombre” (Vicente Huidobro)

Me encontré con estos versos, por primera vez, en tiempos de juventud; tiempos urgentes en la patria, con sus heridas y sombras de entonces. Veinte años después, sigue siendo este salto de fe del que hablaba Vicente amado, algo que me conmina a darme, aunque quizás desde lugares distintos, mucho más ligados a la intimidad y los afectos.

No dispongo de grandes patrimonios y mis relaciones esenciales –de sangre o de alma- son más bien poquitas (aunque inmensas). Los arraigos que a otras personas les son fundantes, no los tengo. Me siento capaz de vivir en cualquier planeta donde sienta que puedo aportar algo y respirar con pulmones honestos. Lo que sí no puedo desistir es del nido. Hacer hogar –en la explanada o los 50 metros cuadrados de una habitación, con su sola cama y mesita de noche- me ordena y posee como un un mandato de dios, una instrucción visceral en que se juega la vida. O la muerte.

“El refugio de cada uno” llama Mary Pipher, psicoterapeuta norteamericana, a la familia, el hogar. Qué imagen rotunda. Qué bello y amable lugar para elegir quedarse. Una vieja amiga me decía que no me creyera tan “Mafalda” y aceptara mi parte de “Susanita” (los personajes de Quino, la primera niñita, genial y crítica de la sociedad, y la otra, acrítica y sólo preocupada de casarse y tener hijitos). A la vuelta de los años, creo que tenía razón, aunque me cueste admitirlo todavía.

Me gusta vivir en familia; ser familia. Aunque estuviera sola en una isla, me las arreglaría para reunirme con otros o adoptar a criaturas y plantas por último. Siento que agruparnos bajo el mismo cielo, el mismo techo, y disponernos al cariño y cuidado de unos y otros, nos da una fuerza y una vida que multiplica células y energías a niveles indecibles. Dentro de este refugio, donde llegan hijos e hijas y luego parten a sus vidas, los pilares constantes podrían estar dados por una sola persona, hombre o mujer. Pero en pareja, me parece, algo anda más ligero, o será simplemente que dos bueyes llevan mejor la yunta que uno. Las celebraciones y tránsitos entre etapas se potencian. Cada logro y pequeño triunfo se vuelve agasajo, especialmente para los niños. Si uno enferma, el otro vela porque el engranaje de lo ordinario y extraordinario de nuestros hogares -desde preparar limonadas hasta la cena para conocer al novio/a de la hija/o-, se preserve. Si hay sueños y hasta batallas que dar, es justo contar con otro de nuestra edad, no más pequeñito, con quien compartir empeños, los cansancios o pesares, las risas y templanzas que necesitamos para seguir. Y bajo las estrellas, hay un solo cuerpo, uno solo, con quien podemos encender el mundo y hasta volvernos sagrados por un instante.

A veces no sabemos que esperamos. Pero cuando salimos al encuentro de alguien que, con su llegada, enriquece nuestras vidas, no por incompletas o desabastecidas, sino simplemente porque las enriquece, con su sola presencia, con una mano sobre nuestra espalda, con una palabra, entonces sabemos. Sabemos que esperábamos. Y que hemos llegado a puerto.

Esa sensación puede ser de primera vez, de flechazo, de alquimia intraducible y avasalladora. También puede ocurrir, cuando llevamos siglos y muchas vidas caminando con una persona. De pronto, en cualquier hora, en plena calle, despertamos. Volvemos del sonambulismo que nos había tomado el alma, sin darnos cuenta, y ahí está, el hombre o la mujer, los de siempre, revelados con haces de luz nuevos: una inflexión precisa que nos encandila el alma y la alegra de una forma sutil, avasalladora, no puedo describirlo… gotas de rocío en alguna jungla majestuosa (como esas que posiblemente jamás llegaré a ver con ojos propios).

Recuerdo haber leído y visto la película de “Sense and Sensibility” (Sensatez y Sentimientos, de Jane Austin, Genia!) y haber llorado en ambos finales. La elección para mí era nítida: mi bando sería la sensatez. Guardé el amor como promesa para mis hijas y nietas, cuando vinieran a la vida, jurándome que a ellas el amor no les faltaría; el hombre que saltara al infinito por ellas, lo que no es más que un buen hombre dispuesto a acompañar sus soberanías y esperanzas, sus temores y fragilidades, también. Toda su humanidad. Me daría por cumplida si ellas tocaban al amor de esta manera.

En cuanto a mí, había apostado mis navíos y, en la domesticidad de mis pequeños fuegos y tejidos de temprana abuela, me sentía cómoda y contenta. No sería hasta pasados mis cuarenta años que regresaría a un cruce de caminos que me resultó familiar –el latido acelerado y asustadizo me dio la señal- y al fin elegiría, o la vida lo haría por mí, los sentimientos.

La vida eligió, definitivamente. Yo no habría tenido la valentía. Todavía no la tengo, aunque acaso me mueva en un territorio algo más neutro, bastante menos cobarde y nervioso de lo que suele ser mi ciervo, uno de los animales totémicos que me corresponden según me han contado (el primordial: el colibrí). Éste ya no sale corriendo. No de inmediato. Primero huele, lenta y pausadamente, y discierne, entre cientos de matices de verde, cuál corazón se ajusta mejor a su propia inmensidad. Entonces se abren el cielo y la tierra (casi podría ver una puntita de su magma) y puedo pararme, a mis casi 43 años, desde mi madurez en otras esferas que, de todos modos, colabora en mi aprender a amar con mayor aplomo y confianza, siempre nuevos para mí. Cada día que me acompañan.

Aprendo con otros, en mis dos hogares, norte y sur del ecuador. En mi país de origen, eso sí, hay muchas personas solas, otras tantas preguntándose por la dirección en la cual llevar un buen amor, y todavía son más las que ponen resistencias –por miedo a la pérdida, por traumas en matrimonios anteriores, por protección de patrimonios, tantos motivos- a volver a apostarse. Me siento más afin a los norteamericanos, debo admitir, que a los 20, 35, 50 y 80 se juegan el corazón sin reparos, se enamoran, y hasta se casan y van de luna de miel. Algunos podrán ver “inestabilidad”, “fracaso”, y hasta superficialidad en el abordaje de los vínculos. Pero vistos más de cerca, la historia tiene otros ángulos.

Hay compromisos altos y nobles por la familia que se constituye, tanto como los hay para consigo, la propia coherencia; y con la vida, que es un regalo y no puede dilapidarse. Aun con esta consciencia que valoro, sé de muchas personas en EEUU que esperarán años, ciclos de educación completos de sus hijos –primaria, secundaria-, antes de materializar un divorcio, de forma de cuidar a los más pequeños y alterar sus vidas lo menos posible. Me hace sentido ese proceder, que cuida y es reflexivo. Pero luego, si es preciso decir adiós, por autorespeto y respeto al otro, se dice. Si hay que vivir el duelo, se vive. Y si es posible abrirse a la posibilidad de un nuevo encuentro que pueda sentirse lo suficientemente real como para darse entero nuevamente, por la vida toda, ojalá, entonces se va por ello.

Emprender el amor, ritualizarlo, hacer votos cotidianos de ternura, alimento del fuego, cuidado mutuo y alegría (leí por ahí a una escritora que decía que lo más fácil era hacer feliz a alguien sano, bellísimo), o hacer un megavoto al momento de casarse, todo valga para declarar que estamos dispuestos a apostarnos. No se puede ir a medias en los amores, me parece (ni conformarse tampoco con menos de lo que sentimos merecido). Si no es en pareja, es en familia, y si no, de partida, es con uno mismo, el primer encuentro amoroso, año tras año, etapa tras otra.

Sólo recordarme que aunque me cueste, mi corazón se dispone, cada día y a su ritmo, a las apuestas amorosas que muchas más veces que menos, lo hacen sonreír. Será que vamos por buen y valiente camino.

Por último, ver este regalito de fin de año

Y bendiciones en Navidad, Año Nuevo y todas las tradiciones que podamos celebrar con nuestras familias, en cualquier lugar del mundo.


Fotografía del título: Jump for love