aprender con amor (o nada)

Muchos pero muchos años atrás, recibí una llamada de la señora que cuidaba a mi hija mayor (y con sus casi 60 años, mi hija 5 y yo 25, era en realidad casi la madre de las dos) para preguntarme por qué había castigado a “su niña”. Yo estaba trabajando, no creía mucho en “castigos” (sí en la disciplina positiva) y menos recordaba haber restringido los “monitos” esa tarde. No puede ser, le digo, pregúntele de qué habla por favor. Vuelve al teléfono y me cuenta que mi hija “había decidido no hacer las tareas” que le enviaron, que ella era chica, que estaba cansada de que “todo el día era puro colegio”, pero sabía que no estaba bien así es que por eso no vería su media hora de tele.

“Yo encuentro que la niña tiene razón” me dice la querida señora. Yo también se la encontré, y al tiempo que anticipaba una maternidad desafiante con una hija capaz de auto-administrarse justicia, sentí sobre todo una inmensa emoción ante su claridad: la consciencia de su agobio, la noción de las reglas y responsabilidad a tan corta edad, y su confianza para expresar todo eso en su hogar. Dos años después nos fuimos de Chile, comenzó a disfrutar de la educación en la escuela, y no se convirtió en anarquista ni fracasada ni delincuente (el derecho fue su vocación). Es una gran mujer.

Escribo y no recuerdo una sola vez en su colegio en Chile en que me llamaran para contarme sólo algo bueno; sí un par de veces para pedirme ir al psicopedagogo. Nuestro camino comenzó, como para muchas familias en esos años, con la postulación a prekinder. Para mí sorpresa, el colegio decidió que debía ingresar de inmediato al kínder, pese a no contar con la edad, por los “excelentes resultados” en el examen de admisión. Números, cifras, rankings, recuerdo la entrevista de admisión como una clase de estadísticas. Llegué a ese colegio porque era pequeño y tenía un proyecto social (el francés iba siendo menos útil que el inglés, pero seguía siendo una lengua maravillosa), pero debo reconocer que me equivoqué y mi hija sufrió 4 años las consecuencias de mi desacierto mayor (menos mal no fueron más).

Desoyendo mis reparos, el colegio decidió que mi hija comenzara en kinder, aun siendo la menor del curso. Por supuesto, le faltaba madurez para aprender al mismo ritmo de los demás niños (seis meses pueden ser una tremenda diferencia a esa edad) y ella expresó desde el comienzo esa sensación de tener que “apurarse” constantemente. El colegio me consideró una mamá aprensiva e inexperta, y evaluaron todo como “espléndido” en razón de sus desempeños y promedios de notas (sobre 6,5). De nada valió el argumento de que ella lo pasaba mal, y que sus aprendizajes no estaban siendo bien consolidados. Me dijeron que quienes sabían de educación eran ellos y  si no me gustaba, “ya sabía qué podía hacer”. Cuántos no hemos escuchado esas amenazas sin dar el único paso que creo corresponde dar ante cualquier extorsión: retirarse de inmediato. Pero no lo hice. Era una mamá sola, demasiado joven y me dejé intimidar aunque no por mucho. En nuestro segundo hogar fuera de Chile, mi hija por fin estaba contenta, gozando sus años de escuela. Jamás nos amenazaron ni desoyeron, y agradecí esas lecciones trabajando como orientadora y como profesora en aula desde el compromiso de jamás-jamás trasgredir la relación de imprescindible respesto y ayuda mutua que debía sostener con los apoderados y familias de mis alumnos. Esas lecciones volverían a ser de gran valor enfrentada a una segunda maternidad, dos décadas después.

Con mi hija menor, los límites los he cuidado yo en ambos países donde asiste a la escuela, pero debo reconocer que poco ha cambiado en Chile en una cuarto de siglo: la presión por rendir continúa, y una suerte de desconfianza en lo que la vida ha venido haciendo por millones de años desde que los niños nacen. Aprender. Aprender para vivir. Vivir aprendiendo. El aprendizaje no se interrumpe, trina y brinca de hogar a escuela y viceversa, y extiende su radio por doquier, en cada lugar donde estén los niños. No hace falta “forzarlo”, temer que se debilite, o se “olvide”. No olvidamos respirar.

La más chica menos mal es un dechado de optimismo y en períodos ha creído que las “tareas” -breves, interesantes, pertinentes y optativas- hasta eran un “regalo de la profesora”. En EEUU, el “journaling” o bitácora de aprendizaje ya me era familiar con mi hija mayor: en vez de las tediosas y repetitivas tareas, todos los días debía solamente escribir unas pocas líneas acerca de algo vivido en la escuela, y su emoción, sus reflexiones. Su hermanita hoy ama tanto ese ejercicio que decidió tener un cuaderno aparte para “inventar cuentos”.

No es “chochera”, ni es ningún genio ni fenómeno mi hija menor (aunque para mí sea lo más radiante que existe). Es como todos los niños, curiosa, y tiene que serlo, viene en su programa de cachorro humano: aprender y aprender, para conocer su mundo, crecer, y asimilar paso a paso, etapa tras otra, una serie de herramientas que un día le permitan cuidar de sí, ser autónoma, tomar decisiones informadas en relación a su propia vida, a sus proyectos de vida. Una vida que se ame, se agradezca (y deberíamos angustiarnos y levantarnos viendo los índices al alza de suicidio infantil, y de intentos de suicidio de nuestros niños en Chile…¿qué les estamos haciendo?).

Los niños nacen con esa “necesidad” o imperativo de aprender a vivir en su programa, y se disponen al aprendizaje con entusiasmo, con reverencia -ese respeto instintivo ante misterios que a veces se revelan, y otras, permanecen indescifrables y hermosos-, con mucho espíritu lúdico, y con la “responsabilidad” que atraviesa el cuerpo entero en un cometido de seguir vivo (por eso se conservan aprendizajes como no meter los dedos al enchufe, ni a la estufa, ni se tiran por la ventana cual pajaritos o superhéroes). Miro a mi hija chica y aun cuando todavía no llegue a comprender al 100% el sentido profundo de esa palabra, “responsabilidad”, yo la veo latiendo en ella todo el tiempo, cada vez que se dispone a responder, a dar respuesta: ante sí misma, ante otros, ante su mundo, sus seres. Me quedaría contemplándola años (y sé que pasarán en un suspiro)

“Mamá hay hormigas en el baño, ¿cómo las llevamos al patio del edificio?”, me dijo hace poco. Un apoderado me comenta “quizás es muy sensible para estos tiempos”. Escuché una advertencia similar acerca de mi hija mayor, a sus 5 años, y vuelvo a rebelarme por “pisar el palito” y, como muchos papás y mamás, llegar a cuestionarme así sea por un segundo, si el amor, la empatía, la gentileza, no serán un perjuicio y en cambio, para el Guantánamo emocional que algunos conciben como terreno propicio para los niños (¿qué tanto “bullying”? son cosas de niños, que se las arreglen… ok), no sería mejor de frentón entregarles un bate de beisbol, una pistola y un manual del psicópata para dummies junto a un dvd de American Psycho.

Me frustra, sí, y me enoja tener que explicar a estas alturas de la vida, con todo lo que sabemos del daño, de la soledad, de la violencia y las llagas que deja, por qué uno elige ciertos caminos con sus hijas y con el mundo de los niños en general. No es locura ni estupidez ni “sensiblería” apreciar la niñez, dedicarle lo mejor a nuestro haber.

Es en realidad muy demencial, lo repetiré mil veces, y además intimidante, vivir en un entorno que genera culpa o dudas por amar, por cuidar a los hijos, por querer convivir con otros sin andar a punta de zarpazos. El territorio propio necesita límites, no alambres de púas, y para cuidarlo, defenderlo -si no es una situación de vida o muerte-, en el año 2016 D.C., existe una diversidad de formas no agresivas, ni proclives al exterminio (físico, espiritual, emocional, intelectual) de nadie.

Le comentaba a mi marido, hace unos días, que no sabía cómo darle la vuelta ni cómo expresar la falta de aprecio y amor que veía por doquier (por la niñez, por las personas ancianas, por nosotros mismos, por el país, por la democracia, por nuestra tierra, por el agua, los árboles), sin correr el riesgo de sonar demasiado shalaila, o de retroceder o restar peso a proposiciones centrales que han nutrido mi trabajo por más de dos décadas ya. Le decía que si tuviera el poder de convocar a algo, no sería a marchas de “no más x,y,z”, sino a un gran rally nacional por el amor, con los niños de la mano, y pancartas que manifestaran intenciones empoderantes y cargadas de vida, no de pérdida, no de muerte.

Vuelvo a lo esencial, lo que más rescato desde que recuerdo: aprender con amor, acompañada de ese sentimiento, movida por él, hacia él. Hago estas reflexiones ya en defensa de nada, sólo por la delicia de contemplar el borde fluorescente que reconozco y no me deja de asombrar, sin importar mi edad, en la profunda conexión de los niños con la vida.

Veía hace un mes, más o menos, un documental llamado “the beginning of life” y volví a aprender, y a tener que revisar, y descartar inclusive, principios que creía completamente arraigados e inmutables. Ante el dolor habría que arrodillarse, pero más debería postrarse el cuerpo entero ante la maravilla. En casi medio siglo, junto a la naturaleza, nada me ha dejado más conmovida que ver a niños crecer, mis hijas en primera fila. Conocer a través de ellas, la inclinación a vivir, a estar bien (no mal), y empujar hacia adelante.

Lo he visto en las situaciones más terribles, y en mi esfera de trabajo en abuso sexual infantil, si uno no queda pulverizado después de ciertas sesiones de terapia, es porque además de ver la infinita capacidad restaurativa del amor en las víctimas –amor de sus familias, de sus entornos, el cariño que se prodiguen a sí mismas-, atestiguo la fuerza incontenible de la niñez, de su energía, de su disposición a hacer propios nuevos conocimientos, de ensayar y poner a prueba capacidades y talentos que se van reconociendo. Ahí, la escuela es un universo mayor, y los maestros. Verdaderos tótemes, ángeles guardianes, líderes de la manada (y cuándo entenderemos que la educación de pregrado, que los sueldos, las oportunidades de desarrollo e intercambio, y el aval colectivo que se prodigue al magisterio son DETERMINANTES para nuestro país y nuestros niños).

Los docentes no sólo dejan huella en la formación de cada ser humano niño que llega al mundo, sino también actúan como mediadores “no oficiales” de reparación del abuso sexual infantil (y de muchos otros traumas que se pueden experimentar en la niñez). Si de cada seis niños y niñas que viven abuso sexual, sólo uno devela, pensemos en que los que callan siguen estando ahí, asistiendo a clases, habitando el aula sin contar su historia, pero recibiendo la experiencia de la escuela y de lo que llega de sus maestros, como una energía reparadora, quizás al punto de que lleguen a encontrar una forma de expresar lo que padecen (el ASI se da mayoritariamente en contextos intrafamiliares). Y aunque se graduaran de la secundaria sin jamás haber compartido su tormento, al menos en paralelo, habrán escrito otra historia junto a sis profesores y compañeros, y habrán ganado resiliencias y permitido al cuerpo sentir una música diferente a la del silencio impuesto, mediante deportes, teatro, la expresión artística. Lo corporal como una experiencia alineada con la vitalidad y el placer de aprender, de creer en otro futuro posible, restando poder al daño.

Son incontables los relatos de pacientes que recién hablaron de adultos sobre el abuso vivido de niños, donde la escuela fue el pilar principal para construirse como personas, y un lugar de consuelo también, de luz y reposo por horas, antes de volver a lo inenarrable. En mi memoria, el colegio también: sagrado. Mis profesores y profesoras (también en el ballet) que me cuidaron más que en casa; y me dieron alas fuertes. El mayor respeto por ese tiempo, la mayor sensación de que la humanidad sí era mi lugar pese a lo desdibujado del hogar que sigue siendo, debería ser (el nido), para todo niño, el lugar FUNDAMENTAL donde aprender a aprender

Hace unas semanas mi hija menor entra a mi escritorio y ve en mi pantalla del computador el tweet de un astronauta italiano de la Estación Espacial Internacional (ISS, sigla en inglés) donde aparecía el nombre de su mamá. Me preguntó si lo conocía, le dije que no, pero sí sus fotos desde el espacio. ¿Le puedo escribir? Por supuesto, veamos qué pasa. Hizo una notita con dibujos y se la envié por DM. Él le respondió “felicito tu motivación, sigue aprendiendo, aquí va un sitio web para estudiar del espacio, you rock!”. Emocionadísima, la vi pegar su dibujo, pasearlo, llevarlo al colegio, compartir con sus compañeros y profesora el dato del sitio web, y llegar a casa varios días queriendo aprender más. Qué importante lo que hizo este astronauta, lo que cualquiera de nosotros puede hacer por los niños.

Pocos días después, me pregunta por el movimiento para repensar las tareas y le cuento que son muchos papás y mamás y profesores queriendo hacerlo mejor, cuidar a los niños, su salud, su imaginación, aprovechar bien el tiempo en la escuela, y en el hogar también. Pasando cerca del Nacional, le digo que esos adultos llenarían el estadio casi dos veces, y abre tamaños ojos. Qué agradecida de que ella sintiera esas presencias, y ojalá todos los niños las sintieran  (sin que lleguen jamás a enterarse de cómo un sencillo pedido -no más sobrecarga, cuidemos a nuestros hijos- genera tanta resistencia, tantos juicios).

Más claro me queda que la educación, especialmente para los más pequeños, no se percibe como un hábitat separado del cuidado, y hasta del propio hogar (dos lugares donde “hacer la lumbre”). Y los adolescentes de un modo semejante, también esperan ese cuidado, la dedicación de tiempos y experiencias de los adultos, el poder conversar, encontrarse, y hasta recibir “consejos”. Hacerse ciudadanos, también

En un sinnúmero de textos, escritos internacionales y nacionales, y también en la información que acopió la campaña “Yo opino” del Consejo Nacional de la Infancia, se puede observar cómo niñ@s y jóvenes realizan pedidos y expresiones de deseo en relación al mundo adulto –sobre todo a familias, profesores y el Estado- que francamente, hasta ni merecemos cuando pienso en  que por 26 años se dilapidó tiempo y que las garantías integrales para la protección de la niñez son recién un proyecto de ley en trámite. Por la ausencia irresponsable de esa ley, cada defensa de derechos vulnerados, cada intento por erradicar abusos de cualquier tipo, o interrumpir negligencias, ha sido y sigue siendo una gesta hasta el día de hoy.

Si denunciamos el abuso sexual a niños, se desacreditan sus relatos o se los revictimiza; si tratamos de difundir, promover o exigir sus derechos, se condicionan a “deberes” (¿cuáles podría tener un lactante? ¿un prescolar?);  si se expone la necesidad de una educación que cuide, avale la creatividad, enseñe a los niños a aprender (antes que a memorizar), se sueñe con calidad y equidad para todos, entonces es “intromisión”; si se levanta un movimiento para repensar las tareas (NO para prohibirlas y menos sin razonamiento, sin diálogo, sin concierto de comunidad-docentes-expertos-familias) con  casi ochenta mil papás y mamás a la fecha, se les reclama por no ocuparse de otros temas, o se les acusa de flojos, sobreprotectores, histéricos, sin considerar que se trata de un país que no ha cuidado bien su educación, a sus niños, a sus docentes. Son 1200 horas anuales de escuela + horas de tarea (y por favor no nos confundamos con datos que no sinceran que se trata de países con jornadas escolares de 5,6 horas: NO DE 8 o 9 como en Chile, donde más encima existen “mínimos obligatorios” del rango de 40 horas semanales de escuela, y un vacío legal en relación a los máximos).

Desbordan el agobio escolar y agobio docente, el curriculum es abultado y anticuado (y conforme se avanza a paso lento en la reforma educativa, ya ésta va quedando obsoleta), y el mismo sistema que alejó a la educación de su valor como bien colectivo (para convertirlo en bien de consumo) ha llevado a que se estén enviando tareas para la casa en salacunas “para que los niños (guaguas) se familiaricen con ese tipo de trabajo”, y en jardines infantiles “para preparar su admisión en buenos colegios”, y en escuelas con 8 horas y más de jornada “para que refuercen hábitos, o les vaya bien en el simce o PSU, etc” o para que terminen de revisar la materia que no se logra ver en días ya eternos.La salud física, los límites humanos de descanso, la autoestima de los niños frente al aprendizaje, su amor por aprender: TODO lesionado, o en riesgo de. Unos pocos colegios se eximen. Unos pocos. Y en la realidad segregada que vivimos, eso alcanza a tan pocos niños. Otros niños y niñas, simplemente son olvidados hasta por el propio ministerio de educación. Esto en democracia, en el quinto gobierno de la concertación, y segundo de una misma presidenta. Solicité recientemente al ministerio, vía transparencia, información acerca de los niños en Sename en edad escolar: cuántos asistían a la escuela en total, cuántos de ellos tenían necesidades educativas especiales, qué apoyos recibían. La respuesta del ministerio “no contamos con esa información”, pregúntele a Sename (que a su vez había sugerido realizar la consulta en Mineduc). Un reflejo más del abandono infinito del sistema de protección, y de la desafección o desconexión que tiñe el accionar de demasiados personeros -no digo todos, pero sí demasiados todavía- de quienes depende el curso y sustancia y el CUIDADO de nuestro sistema de educación (que huelga decir, no es tratado como el tesoro que es). Descuidar la educación es descuidar, y vulnerar también, a la niñez.

En un nuevo milenio, muchos países están discutiendo cómo crear la escuela del 2030 para ciudadanos globales, y nosotros llevando el diálogo alumbrados por cuatro fósforos, da la sensación; intentando reparar algo que se desmorona o que no funciona bien, o que sencillamente no es todo lo vivificante y significativo que debería a la luz de cambios y desafíos que enfrentan las nuevas generaciones. ¿Importan los niños? ¿Para qué se está educando, a quiénes? ¿qué soñamos, qué queremos, cómo se aprende a aprender? Pensando en todos los niños, no sólo en un porcentaje ínfimo y el que permita la desigualdad impresentable con la que todavía convivimos pese a la nostalgia que declaramos de una educación de calidad, que movilice -y no cercene- los talentos que tienen todos los niños. Una educación humanizadora, empoderante, y exitosa, claro que sí. En el diccionario de la RAE se lee “resultado feliz de…”. ¿En qué minutos eso lo convertimos en puntajes de pruebas estandarizadas, rankings, y otras métricas ligadas al competir? ¿Dónde queda la diversidad del ingenio, el derecho al tiempo para ir aprendiendo, dónde queda la creatividad, y todo lo que nace de la colaboración y de un sentido de responsabilidad compartida?

Veo a los niños y querría ser más como ellos, atentos a las ideas, las emociones y pasiones que gestan cosas nuevas, todas las imaginaciones que podríamos ayudarnos, unos y otros, a encauzar. Sin perder ninguna. O al menos, no por estar más ocupados en defender trincheras, que en hacer lo mejor y sacar lo mejor de nosotros para cambiar una esquina o un mundo.

Tal vez sentiríamos mucho más presentes nuestras maravillosas capacidades de inventiva, si nos propusiéramos prestarles atención todo el tiempo, en un esfuerzo consciente, conectado con nuestra vitalidad, con el deseo de vivir, endosando el placer o gratitud por estarlo, o bien, la voluntad –que también entraña rebeliones- por vivir mejor. Llenar los pulmones del alma.

La orientación al bienestar no obliga a disociarse de criterios de realidad ni a negar malestares y sufrimientos. Una amiga que tuve –era genio en su mundo, reconocida por miles- me dijo alguna vez: “desconfío de la gente positiva, o que habla de ser feliz, por carente de inteligencia”. Sería todo. ¿Cuánto persiste esa creencia en Chile? Uno se pregunta hasta cuándo tener que rendir cuentas por cómo o cuánto o por qué se sufre, o por qué a pesar de todo, sentimos alegría o gratitud, Y hasta cuándo tener justificar lo que parece cuerdo -no abusar, respetar a los niños, querer vivir vidas vivibles, aprender con amor- a costa de tener que perder enormes energías y tiempo defendiéndose, explicando una y mil veces, jurando y rejurando que no hay agendas “ocultas” o pidiendo perdón porque otras causas “más importantes” no concitan igual dedicación. Qué cómodo vociferar o descalificar en medios o RRSS sin moverse ni intentar nada, o sin informarse siquiera, antes de demoler a otros o sus intenciones.

Este país a veces, más devora a su gente de lo que la alimenta. Eso cansa, silencia a muchos. Ni hablar de cómo devora generaciones y generaciones de niños sin darles oportunidad de desplegar todo su potencial, rodeados por una comunidad que los aprecie y aliente, y que insista en la vitalidad del amor, pese y frente a todo aquello que, en estos tiempos, promueve la separación de nosotros mismos, del otro, de la tierra que nos ofrece refugio. Prefiero esa vitalidad y es una elección personal pero se la debo a mis hijas, a otros niños, a mujeres y hombres que no abandonan ni el cuidado ni la fascinación por vivir. Lo que me queda por aprender, y es mucho, no quiero aprenderlo de otra forma.