Abuso por omisión/acción (o Caperucita se come al lobo)

(de 7 de Enero 2016, archivo)

Por distintos motivos no terminé de escribir este post de 2015, y lo retomo en los primeros días de este 2016 porque no quiero ceder a la desmemoria. Es muy serio. Se trata de la compra y entrega, “por error”, del libro para adultos “Caperucita se come al lobo” a 283 escuelas públicas en todo Chile, vía Ministerio de Educación (octubre 2015, ver).

Ignoro cómo se toman ciertas decisiones en el Estado, pero lo cotidiano entrega un punto de referencia: si queremos regalar un libro a un niño, ¿cómo lo hacemos? Quizás tomemos en cuenta su edad, los contenidos del libro, las emociones que podría despertar. Antes de decidir, querríamos “conocerlo”, hojear sus páginas, olerlas; gozar pensando en una dedicatoria, en la expresión del niño al leer, y en el futuro de ese libro: ojalá llegara a ser un favorito de ese niño, de esos que viajan con nosotros, que rescatamos de inundaciones, tornados, mudanzas, lo que venga (tan amados son, tanta gratitud les debemos).

Cuánta distancia, el gesto de llegar y comprar lo primero que caiga en nuestras manos para dárselo a un niño. Sin ceremonia ni afecto, y sin revisión ni cuidado. Es lo que ocurrió con “Caperucita…”

Es cierto, han dicho algunos, que en los medios, internet o en cualquier calle los niños pueden estar expuestos a mucha información inadecuada, que los desprotege. No por ello vamos a desistir de cuidar, o un ministerio de educación incurrir en omisiones que sabemos, hablan fuerte y claro; nos cuentan de formas de hacer, de actuar, o de elegir no-actuar, no dedicar tiempo suficiente, atención suficiente.

Según la propia autora, Pilar Quintana, “Caperucita…” jamás fue concebido como literatura infantil (ver su mensaje vía FB). Jamás, entonces, debió haber llegado a las manos de niños y niñas.

“Caperucita…” es un libro de alto contenido sexual, muy explícito, y descriptivo de violencias que por urgente que sea denunciar, bien podrían hacer optar por su no-lectura a más de alguien con criterio plenamente formado. He conocido párrafos sueltos y pensaba que, por ejemplo, para pacientes actualmente en terapia por ASI/violación el texto debería contar con una advertencia de triggering (gatillador de evocaciones traumáticas). Como mamá, es categórico: lo habría objetado si hubiese llegado a una de mis hijas como lectura escolar.

La rectificación comienza con un estudiante de 12 años. Lo que no hizo ningún adulto con “autoridad”, sí lo hizo un niño: revisó el material, detectó disonancias gruesas, y recurrió a un profesor. Desde el municipio de Río Bueno surge la denuncia formal a la que sigue el retiro de libros de las escuelas, comenzando noviembre. En ese momento, sin mayores disculpas a estudiantes, docentes ni familias –y sin comprometer plazos o sanciones esperables- el Ministerio reconoce un error (no fue uno: fueron muchos) y anuncia una investigación, aun sabiendo, según admisión de la propia Unidad ministerial responsable de curriculum, que el texto se compró sin contar con una “evaluación pedagógica adecuada” (¿entonces cómo?).

Es evidente la falta de rigor y de preocupación amorosa, y en realidad, es evidente el incumplimiento de desempeños mínimos: si a uno le pagan por tejer, entonces teje; si es por evaluar contenidos, entonces uno lee las menos de cien páginas de un texto antes de adquirirlo para las escuelas de todo un país.

¿Por cuántas manos pasó ese libro, antes de llegar a los niños? Desde nuestro sentido común tensionado al límite, no se entiende la suma de descuidos a nivel ministerial, y tampoco, otro punto de fuga mayor: decenas de adultos que son además docentes, en más de 200 establecimientos, y nadie, NADIE, leyó un par de líneas.  O en los hogares.

Se trata de estudiantes niños y niñas, de educación. No de la adquisición de tornillos para maquinaria minera (y hasta para comprar un clip en un ministerio, me dice mi marido mientras escribo, “piden no sé cuántas firmas”). Elegir libros tiene que ser un trabajo inmensamente riguroso, y cuánto debe llevar de gozo, de cariño además.

¿Cómo se deciden los libros para las escuelas? En realidad muchos padres no sabemos, sólo confiamos, y es una falencia nuestra: hay que informarse, sin pausa, sin distracciones. Que estos eventos no den para polémicas efímeras y luego se olviden. ¿Quién pregunta por la investigación ahora?

Bajo el estrés de un año difícil en educación podemos llegar a comprender alguna brecha, pero no de esta magnitud. ¿Cómo no consultar, contar con más ojos, pedir opinión a organismos expertos? No hablo de abultar burocracias ni presupuestos, sino de un servicio público, de colaboraciones ciudadanas con el ministerio (que es “nuestro”, y queremos que le vaya bien, lo haga bien, hayamos o no votado por este gobierno). Estoy segura que en alguna revisión de este tipo, más de alguien habría detectado “errores” y evitado lo más grave: el abuso.

Lo que ocurrió con “Caperucita roja…” es no menos que una negligencia enorme que resulta en la vulneración de derechos de los niños, y una tan grave como el abuso sexual infantil (ASI). No digo deliberado o flagrante, por favor; quiero ser muy precisa. Pero los resultados de las omisiones/acciones, en este caso, no hay cómo desligarlas de la definición de ASI. 

Esta definición incluye, entre otras trasgresiones, la exposición de niños y adolescentes menores de edad a material pornográfico, o de alto contenido sexual sin que ellos estén en condiciones ni cuenten con plena capacidad para comprender, aceptar o declinar el ser expuestos a dicho material, por adultos (que detentan poder/autoridad).

Como estudiantes, los niños, niñas y adolescentes participan de una relación asimétrica donde el poder lo tienen los adultos –sean éstos sabios o descriteriados, orientados a la excelencia o la impulsividad y mediocridad- y son éstos quienes toman decisiones (buenas o malas) relativas a la formación y cuidado de sus estudiantes. En relación al libro cuestionado, el Estado, el ministerio, las escuelas, actuaron de forma irresponsable, y es una palabra dura, pero no deja de rondarme: despectiva. Indolente.

Una columna hablaba del lobo pasando por oveja (de Rosario Moreno, “Educación: el lobo vestido de oveja”, recomiendo su lectura), y uno piensa en el lobo a secas, sin sentimiento, devorando si debe devorar, a quien sea, al azar. Caperucita no son sólo los niños, somos todos también, y necesitamos ser mucho más agudos y firmes de lo que hemos sido hasta aquí en nuestra forma de plantearnos frente al Estado y su forma de relación con nuestros hijos; ese descampado a veces. La desidia. Hasta cuándo.

Desde nuestros hogares necesitamos re-pensar nuestra participación en la educación de nuestros hijos y en esa relación del Estado con la niñez. ¿Cuán presentes o protagónicos somos, necesitamos ser como padres-madres? Porque una cosa es conferir confianza, y otra muy distinta es nuestra ausencia.

Es una prerrogativa de cada familia definir, antes de matricular a sus hijos en el kinder, cuál será la forma de acompañarlos durante 12 años de educación; años de tiempo precioso y preciado de las vidas de nustros niñ@s. Algunos padres y madres tal vez sentirán que no tienen que intervenir, o bien, por falta de tiempo y/o en aras de incentivar la autodisciplina, irán restándose progresivamente de supervisar tareas, calendarios de pruebas o materiales y textos que se entregan a sus hijos. Lo ocurrido con “Caperucita…” nos remece y exige examinar nuestro rol, y cada uno de nuestros derechos y deberes.

En otros países, una situación como la que se dio con el libro habría dado lugar a denuncias de diversas agrupaciones (¿qué ha dicho el Colegio de Profesores, el Consejo Nacional de la Infancia?), renuncia de autoridades, y sendas demandas judiciales contra el Estado, escuelas y hasta docentes, por el irrespeto y negligencia con los niños, y con sus familias que tienen derecho a velar por decisiones (ministeriales, presidenciales, de quien sea) que afectan a sus hijos.

Podemos reaccionar; y podríamos generar cambios. Hace años que apoderados de otras latitudes han protestado por la exigencia insana de tareas para la casa y han ganado demandas en Canadá y EEUU. Y gana fuerza también, en todo EEUU, el movimiento civil de familias –y cada vez más, de profesores y escuelas- contra los tests estandarizados (comparables al SIMCE, o simplemente pruebas de final de año). Al 2015, el país enfrenta el mayor boicot de su historia: sólo en NY, 200,000 familias eximieron a sus hijos de las pruebas (me gustaría recomendar 3 artículos: uno histórico del renombrado Alfie Kohn, otro excelente sobre la lucha que están dando las escuelas y por último, este muy completo del  Washington Post, 2015,con declaraciones de organizaciones ciudadanas a favor y en contra del boicot).

Cada uno tendrá opinión en relación a los tests, o a formas de protestar. Lo interesante de observar, a partir de la experiencia en otros países, es si en el nuestro los padres/madres somos sujetos activos o testigos pasivos de la educación: a nivel de la política pública, el currículum, la apuesta en ciencias y tecnologías, el sueño a 20 o cien años que comienza cada día, en cada aula. Y los libros también. No es un asunto menor.

En la cercanía de un nuevo año escolar querríamos contar con la certeza de que negligencias impresentables como la de “Caperucita…” el 2015, han sido sancionadas y rectificadas, y no volverán a ocurrir. Para esto necesitamos información oportuna y transparente, y si no nos la dan, entonces debemos buscarla, llamar donde corresponda, conversar con otros apoderados, educadores.

La desconcentración es superlativa, sobre todo en relación a la niñez. No seamos cómplices nosotros de un Estado que descuida o es desprolijo con una frecuencia inexcusable.

Veamos solamente lo que ha ocurrido con la tan esperada ley de protección integral o de garantías integrales para la infancia: tomó un año y medio a un Consejo especialmente creado para redactar el proyecto ley -su razón de ser original y única-, cumplir con su cometido. Dicho proyecto fue evaluado consensualmente (por organismos de infancia) como deficitario. Durante la primera semana del año, de modo imprudente, el Ejecutivo le otorga “suma urgencia”, es decir, la ley debe ser tramitada de forma “express”, anulando la posibilidad y tiempo para correcciones. Luego de 25 AÑOS DE ESPERA, no es el momento para arrebatos “express”, sino para hacer las cosas bien y con altura de miras. Por favor lean la excelente declaración de rechazo del Bloque de organizaciones por la infancia (aquí).

Nada mejor que poder conferir confianza, pero a la luz del año que dejamos atrás (y otros tantos), sería insensato no condicionar la nuestra a buenos desempeños del Estado. Me corrijo: excelentes. Si se trata de nuestros hijxs, ya no basta con “buenos” o “adecuados”. Eso era lo mínimo. Queramos más, mucho más. Aquí sí, sin omisiones, que la exigencia sea fuerte y clara, como nuestro amor.

Ilustración: Marianela Frank, artista chilena.